Aquí recojo la opinión de Daniel Martin sobre la película INVICTUS
Recuerdo bien la final del Mundial de Rugby de 1995. Nueva Zelanda era la gran favorita frente a la anfitriona, Sudáfrica. Los africanos plantearon un partido duro, físico, sucio, y contuvieron la mayor calidad técnica de los All Blacks. No hubo ni un solo ensayo. Sí una prórroga. El partido fue feo, pero la emoción del resultado mantuvo el interés hasta el final. Sudáfrica venció para tristeza y decepción de la mayoría de los aficionados al rugby. Recuerdo también que aquella selección sudafricana me caía mal.
Llega ahora Clint Eastwood con su filme Invictus y consigue cambiar las tornas. Ves la película y terminas deseando que Sudáfrica venza a Nueva Zelanda. Está tan bien rodada que incluso temes que se cambie el resultado real por otro inventado. Pura tensión dramática. Y, cuando vencen los Springboks, casi saltas del asiento. Muchos críticos han dicho que esta película es demasiado hollywoodiense, que su final respeta demasiado los cánones del final heroico y feliz. Olvidan que en este caso se trata de una historia real, que David venció a Goliath en una final que ahora sí es memorable.
Invictus, no obstante, va más allá de ese partido. Recrea los intentos del presidente Nelson Mandela de usar la selección nacional de rubgy -un deporte que entonces era considerado de blancos, odiado por los negros, tan cerca aún el apartheid- para crear un sentido de unión nacional, de acercar dos razas, dos culturas, dos viejas sociedades enfrentadas para construir una sola nación.
En ese sentido, el filme de Clint Eastwood se acerca a la hagiografía. Morgan Freeman encarna magistralmente a un Mandela que tiene mucho de taumaturgo. Apenas hay sombras en este filme. No entran aquí, por ejemplo, las historias de J. M. Coetzee, porque el guión, basado en un libro de John Carlin, se centra en cómo Mandela se enfrentó a su propio partido para aprovechar que el Mundial de rugby se celebraba en su país -después de años de haber estado apartados de las competiciones deportivas internacionales- para dar una buena imagen al exterior y conseguir una auténtica unificación nacional. Y el filme homenajea esta hazaña, aparentemente menor en la abultada y casi siempre heroica biografía de Nelson Mandela.
El arte puede hacer estas cosas. Aunque se critique. Después de todo, el leit motif de Invictus es el poema homónimo de William Ernest Henley, cuyos versos cantan a la superación personal, al triunfo del individuo sobre la circunstancias. Algo que quizás no vaya con estos tiempos gélidos y enemigos de las hazañas, pero que en una pantalla consigue emocionarte.
Invictus no es la mejor película de Clint Eastwood, algo normal en la carrera del director de joyas inigualables como Sin perdón, Los puentes de Madison, Mystic River, Million Dollar Baby y Gran Torino. Las películas cuyo final conoces suelen perder interés. Pero Eastwood vuelve a poner al servicio del guión -no por encima de él- para encadenar una serie de secuencias que llegan al corazón, que consiguen ponerte el alma en un puño. Como es lógico, la peli es sensiblera, pero resulta maravilloso ver cómo este genio ha conseguido que, cuando se escucha el himno nacional africano antes de la final, uno se sienta tan maravillado como cuando escucha La Marsellesa en Casablanca. Un logro al alcance de muy pocos.
A pesar de no ser una película perfecta por su propia esencia -las biografías pierden siempre algo de dramatismo frente a la auténtica ficción- demuestra una vez más que Clint Eastwood es el mejor director del último cuarto de siglo, el único capaz de situarse a la altura de los grandes de la época dorada de Hollywood. Su caligrafía es siempre deslumbrante, el dominio de todos los elementos cinematográficos, excelso, su capacidad para contar manteniendo su figura en un segundo plano, encomiable. Alguien que consigue que un fan de los All Blacks desee que pierda su equipo es, sin duda, un genio.
P.S.: Melson Mandela usó al equipo de los Springboks como herramienta de cohesión nacional. Consiguió que un deporte denostado por la población negra y una selección hasta entonces símbolo del apartheid fuera la representación de más de cuarenta millones de personas hasta entonces divididas en dos grupos enfrentados. ¿No recuerda esto bastante a la capacidad de representación de las selecciones de España, en especial la de baloncesto y la de fútbol? A veces el deporte consigue unir más que banderas, himnos y demás símbolos. Claro que Sudáfrica se va convirtiendo en una nación floreciente que va superando sus viejos fantasmas y España sigue en ese camino autodestructivo donde son más importantes los caprichos que nos separan que los cimientos sobre los que nos convertimos en nación.
Opinión sacada del periódico Estrella Digital
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