Mi padre pronto olvidará quién soy. Así está cambiando nuestra relación
Nunca seré un hijo perfecto. Tampoco un padre perfecto. Eso ya no importa. Lo que más importa ahora es estar presente.
Me
imagino a mi padre de pie en un pasillo largo. Sus recuerdos son las
bombillas del techo. Las que tiene más cerca ya se han fundido. Las que
tiene más lejos aún ofrecen algo de luz y calidez. Pero pronto se
fundirán. Y, entonces, estará a oscuras. Así me va a olvidar.
La
edad le ha pasado factura. Su piel, antes de color miel oscura, ha
perdido su lustre y su vigor. Pasa menos tiempo en el parque, humillando
a hombres musculosos y jóvenes elásticos con sus habilidades
baloncestísticas (y su insistencia en vestir como si fuera a una
expedición en el Ártico, independientemente del tiempo que haga). Sus
hombros, antes lo bastante anchos como para cargar con la historia de
nuestra familia, ahora están hundidos por cargas que ya no sabe ni
describir. Su nariz sigue siendo tan típicamente armenia como siempre,
pero sus ojos parecen ahora dos lagos lechosos. Ya no sé leer más allá
de su superficie turbia y no soy capaz de comprender la confusión que
tiene lugar en sus profundidades.
La
furia de mi padre, que de niño me resultaba tan impresionante como
terrorífica, ahora se ha atenuado. Impresionante cuando la descargaba
contra los políticos que aireaban su discurso del odio en la televisión o
cuando un adulto hacía alguna estupidez en la carretera. Terrorífico
cuando era yo el que cometía una estupidez. No sé si era por su voz
estruendosa o por sus puños, que dejaban grietas en la puerta de mi
dormitorio. En la actualidad, casi siempre se traga su propia rabia
diluida, por ejemplo, cuando no consigue atarse los zapatos o cuando se
traba en cualquiera de los tres idiomas que antes manejaba con soltura.
“Ahora, casi siempre se traga su propia rabia diluida, como cuando no consigue atarse los zapatos o se traba en cualquiera de los tres idiomas que antes manejaba con soltura.”
Mi
padre es un planeta en extinción y yo soy su luna, un testigo impotente
de su destino. No puedo salir de la órbita. No soy capaz de dejar de
escribir sobre la demencia con la que vive.
Olvida
muchísimas cosas. Se olvida de ponerle la correa al perro cuando se van
a dar su paseo matutino por el barrio. A veces no recuerda el camino de
vuelta. Se olvida de poner a hervir el café cuando se prepara uno. O se
olvida de que se acaba de tomar un café frío y se prepara otro. Se le
olvida echarse leche a los cereales o viceversa. Se le olvida ducharse.
Se olvida de mi edad, de mi cumpleaños y de que he pasado los últimos
diez años trabajando con jóvenes y escribiendo.
Eso sí, nunca jamás se olvida de llamar capullo a Boris Johnson cuando lo ve por la tele.
Mi
hermano y yo al principio quitábamos importancia a su enfermedad y sus
síntomas. Éramos dos jóvenes que se querían mostrar despreocupados para
no tener que afrontar la mortalidad de su padre. Han pasado ya casi diez
años. Casi una década de desconcierto, paciencia silenciosa, horror, y
risas descontroladas. Porque ver a mi padre tratando de salir del coche
todavía con el cinturón de seguridad abrochado y agitándose como una
carpa gigante es gracioso de narices.
Además de la tristeza y estas risas paliativas, he pasado incontables horas reflexionando.
He
pensando en mis cualidades como hijo. Fui un cabroncete de joven y
causé mucho estrés y vergüenza a mis padres: castigos y suspensiones en
el colegio, drogas y peleas solo porque eso es lo que pensaba que hacían
los hombres. He intentado enmendarme de adulto, pero ¿he sido
suficientemente bueno? ¿He estado presente para él?
También
he pensado en sus cualidades como padre. Después de veintitantos años
esperando a que dejara de pasar hora tras hora apostando, por fin ha
llegado el día. Ha olvidado cómo se hacían las apuestas. No es nada
agradable. Me viene un regusto amargo al final de la garganta cuando me
dice que no quiere que apostar sea parte de su día a día.
Por
cada tarde feliz que pasamos en el parque o frente a la televisión
animando a nuestro querido Manchester United había otras tantas tardes
perdidas en las casas de apuestas. Cómo odiaba esas salas llenas de humo
y luces fluorescentes que iluminaban hasta el último rincón con su
brillo desagradable.
Estaba
con nosotros en cuerpo, pero no en alma, con la mente pensando en
probabilidades remotas, resultados y apuestas seguras. ¿Es posible estar
presente cuando tu mente está en otra parte?
Ver
películas juntos en nuestro estrecho salón era el remedio perfecto para
su ausencia mental. Mi padre se tomaba en silencio su lata de Budweiser
mientras la historia se desarrollaba ante nuestros ojos y nuestro gato
Marley se estiraba bajo el calentador eléctrico.
Las
películas que veíamos eran los recursos de enseñanza que empleaba mi
padre para darme las lecciones de masculinidad que a él le habían dado
décadas atrás. Aptitud física, poderío y fuerza. Como Wesley Snipes en Pasajero 57 y Arnold Schwarzenegger en Depredador.
La trilogía de Karate Kid era mi favorita con diferencia. ¿A quién no le puede gustar ver cuando Daniel LaRusso le hace la patada de la grulla a ese abusón rubio de ojos azules? ¿O al señor Miyagi derrotando a John Kreese sin lanzar ni un solo golpe y burlándose de él usando su nariz como un claxon?
Si
conoces las películas, coincidirás en que la original es una obra
maestra del cine y que la tercera solo el protagonista la considera
buena. Sin embargo, la escena más importante y mejor rodada de la
trilogía está a mitad de la segunda película. Me impactó en el pecho
como un puño de Kobra Kai.
En
esa escena, Daniel se reúne con el señor Miyagi en una playa de
Okinawa, para consolar a su mentor tras la muerte de su padre. Daniel
reflexiona sobre cómo afrontó la muerte de su padre, cómo se cuestionó
si había sido un buen hijo y cómo al final, simplemente estando
presente, sosteniendo la mano de su padre y diciéndole adiós fue
suficiente. El señor Miyagi se queda mirando el océano, estoico al
principio, pero a medida que oye las palabras de Daniel, sus ojos se
anegan de lágrimas. La escena termina con Daniel rodeando con un brazo a su mentor, un momento tierno en el que se invierte la dinámica maestro-alumno.
“Fui un cabroncete de joven y causé mucho estrés y vergüenza a mis padres. He intentado enmendarme de adulto, pero ¿he sido suficientemente bueno?”
Pese
a que apenas tenía la edad suficiente para ir andando hasta la tienda
de la esquina para comprar chucherías, ya era un firme defensor de la
idea de que los hombres no lloran. Evidentemente, aprendí esa estupidez
de mi padre. También me perseguía un miedo obsesivo por la muerte. Me
asustaba morir y estaba obsesionado con la idea de que mis padres
también morirían algún día. Esa escena fue superior a mis fuerzas. Mis
héroes en pantalla habían perdido a sus padres. Y yo también acabaría
perdiendo al mío.
Recurrí a
mi repertorio de trucos para no llorar. Me mordí el interior de las
mejillas. Me clavé las uñas en las palmas. Reproduje el famoso gol de
Eric Cantona contra el Arsenal en mi mente. Nada funcionó. Busqué a mi
padre con la mirada en busca de un ejemplo de hombría y me lo encontré
secándose las lágrimas de las mejillas. Durante un instante valiosísimo,
acepté la tristeza que sentía sin avergonzarme.
Un
día, reflexionando seriamente sobre la realidad de perder a mi padre e
incapaz de encontrar la paz, volví a ver esa escena de la playa en
YouTube.
Daniel tenía
razón. Nunca seré un hijo perfecto. Tampoco un padre perfecto. Eso ya no
importa. En el castillo decadente que es la mente de mi padre, el
pasado ha quedado en ruinas. Lo que más importa ahora es estar presente:
le ayudaré cuando me necesite para ponerle la correa al perro antes de
dar un paseo y le pondré a hervir el café cuando no esté. Le recordaré
que se eche leche en los cereales y que se duche antes de desayunar.
Cada vez que me lo pregunte, le explicaré con paciencia que tengo 33
años y que ser profesor y escritor ya me aporta el dinero necesario para
pagarme el alquiler. Sonreiré cuando se sorprenda con orgullo por ello.
Por la noche le preguntaré si le apetece ver una película conmigo.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Reino Unido y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.
Fuente original: www.huffingtonpost.es
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